Monday, February 13, 2012

Hablando de los Grammy


Moloch por todas partes.
Moloch en tu casa, en el televisor;
Moloch deletreado en una sopa de letras,
Moloch en tu red social.

Moloch antes de tirar la cadena
o echarle una cubeta de agua,
Moloch dibujado en la panza del inodoro,
como un odioso garabato publicitario.
Moloch excremento, Moloch visceral,
Moloch un collage de Schwitters.

Metes la mano dentro,
aprietas la masa blanda
y te lames las encías,
soportando el olor de la maquina:
Moloch en tu mano,
en los Grammy,
en el cine.

Y luego, sin más, te lo comes.

Saturday, February 11, 2012

La pupa del crimen siempre acaba volando




La sombra de la mosca se desliza sobre el papel, hace llegada la mosca sobre el papel, una verruga alada sobre el blanco; la mosca que se frota las manos con un aleteo satisfecho, la mosca sobre el papel y una sombra sobre la mosca, una mano que falla, un manoteo medio dormido y totalmente inacertado, un gesto violento que golpea el papel sin mosca; sin aquella migaja oscura que ahora espiralea ascendiente hacia el escape.

Carlos escondido en un garaje, los planes que han salido mal: Juan muerto, una penumbra impresa en la memoria, su cabeza estallando en una neblina roja y blanca; Dulce Tito, preso del miedo, también asesinado por las resolutas balas de la ley.

Carlos con el botín, Carlos escapando del banco, huido en el mazapán amargo de las calles, Carlos con la llave del garaje entrando, acostándose jadeante, luchando contra el sueño con la desesperación iridiscente de lo mal hecho; Carlos vencido y exhausto por las cosas que hacen exhaustos a los hombres, Carlos despierto manoteando una mosca.

El zumbido. Una ola psicótica traza números curvos en el aire. El insecto se deposita sobre la hendidura romboide en el pecho de Carlos, en una humedad roja y florecida; camina hacia dentro de la llaga donde penetró el disparo, la bala del estupor que escarbó el hueso despedida por un cañón cromado, de una mano segura que se refleja en los ojos de Carlos, otra penumbra impresa en la memoria; Juan, Dulce Tito y el regreso de la mano segura, la detonación: la empalagosa sorpresa de la muerte. Carlos recuerda y arrepiente, jamás debió poner en marcha aquél plan, verse reducido dentro de los engranajes de la traición, pero entonces es la mano y el gatillo, la llaga y el aliento, Juan y Tito en la puerta, o quien sea que desee en botín; miedo, sueño, la mosca sobre un Carlos pálido, la mosca sobre el papel.

Sunday, February 5, 2012

Crimen vecinal




Tan tan tan, bagatán tán tán, bagatatata tatatatán. El poliritmo del martilleo de la construcción vecinal, una percusión que antagoniza el sueño y lo vence con seguridad barbárica. César se despertó en Galia con más o menos éste estrépito cacofónico, y de sus dedos desprendió legiones de soldados y águilas de oro. Yo, en cambio, tengo dos perros, dos semanas sin fumar y una resaca. Resaca espiritual y alfabética. De la S a la Z no hay mucha diferencia.

Tan tan tan, bagatán tán tán, bagatatata tatatatán. Seis diligentes trabajadores dominicanos construyen una casa aquí al lado. El hierro penetra la madera en sordas embestidas. Analmente. Empujao. Hierro culeado por hierro.

Tan tan tan, bagatán tán tán, bagatatata tatatatán. Detrás del vidrio se pueden ver su siluetas: enormes contornos gradientes con alas de sudor desplegadas, simples ángeles proletarios del bloc que han olvidado las trompetas. Después de dos milenios de ausencia vuelve el hijo de Dios al son del martillo y el despertar.

Tan tan tan, bagatán tán tán, bau bau ba-ba-bau bagatatata tatatatán. Al abrir las ventanas puedo ver un pequeño perrito, un cachorro de Pitbull blanco y negro, pequeño ser, hijo de la neotenia. ¿Pero qué va a saber un hombre acabado de levantar sobre heterocronía? Alguien que no se ha despabilado ni quitado la lagaña de la esquina de los ojos: ¿se va a poner a filosofar sobre el morfo del ser vivo y el cariño aplicado?. Lagaña. El rincón del ojo siempre ha parecido un clítoris. Una pequeña glándula que se trata con suavidad. Se limpia. Se acaricia.

El cachorro ladra y pide atención, está muy alto sobre el plato de la casa en construcción. Aúlla hacia las profundidades que se extienden al otro lado del patio, todo aquello que escapa a mi aura de observador.

Tan tan tan, bagatán tán tán, bau bau ba-ba-bau bagatatata tatatatán. Suavemente, como un grito en el mar, comienza a llegar un aroma agradable. Un olor floral que se despliega en el aire, formando probables figuras geométricas que escapan al ojo humano. Es una fragancia nostálgica. Nostalgia. Volver a casa. Inflamación. Todo muy homérico e irónico. El olfato me lleva al pasado: azul, tallo, raíces bulbosas. Lavanda. El aroma es a flor de lavanda, y cada vez llega más fuerte, poco a poco pone más nervioso al pequeño animal. El perrito, no yo. Aunque es merecido, sí: empequeñece espiritual y racionalmente la observación inútil, es propia de un animal ufano y disminuido.

Tan tan tan, bagatán tán tán, bau bau ba-ba-bau. Se oyen unos pasos subir por la escalera trasera. Unos pasos secos y arenosos que arrastran suciedad e inflan el aire de polvo; pisadas cargando aquel olor a flores de lavanda, aroma azul como la planta misma. Ya se ven subir tres hombres cargando unos sacos: los cargan en la espalda y a dos manos, para probablemente soportar su gran peso. Los morenos parecen lamiáceos como la misma lavanda, pequeños y flacos hombrecillos cansados, cargando aquellos sacos abultados de olor fuertísimo; sacos oscuros y húmedos que chorrean a pequeñas gotas un liquido parduzco e inendificable.

Ba-ba-ba-bau bau bau bau bau tantán. El perro no se calla y ha de ser el olor. Es un perfume agradable pero de una fortaleza inimaginable, una entidad invisible que se materializa en la boca pronta para ser masticada. Es probable que sea muy fuerte para el pequeño animal. El perrito. Pequeño Pitbull blanco y negro, de orejas mutiladas.

Detrás de los trabajadores le sigue el capataz con las manos vacías, evocando en los ángeles la prisa, con el maleficio de su voz ronca. A este punto el olor es casi insoportable, nauseabundo. Los hombres descargan los sacos en la parte trasera de una vieja camioneta. Todos se reúnen. Cuchichean en voz baja, miran alrededor. Actitud sospechosa, pero más que nada es simple actitud.

Bau bau bau pan pan pan. Se ha detenido el trabajo. Los hombres dejan de discutir, se dispersan. Unos suben a la camioneta, otros se montan en motores destartalados y pasolas parapléjicas. El hombre gordo de aspecto de maestro constructor vuelve por el perro. El animal se encoje y llora. Orina. Miedo. Un olor acre apuñalando la lavanda. El hombre levanta la vista hacia la ventana, desde donde observo. Por un instante ambos sentimos aquella taquicardia espontánea de las personas encontradas. Una boqueada repentina en el pecho. Con las miradas enredadas, el maestro constructor ríe. Es una sonrisa aguda, dos erecciones en las esquinas de la boca; como si un diablillo invisible hubiera halado de las comisuras de aquellos labios hasta deshilachar una expresión terrorífica y de pérfida vulgaridad.

El hombre carga el perro entre sus brazos como a un niño obsceno. El cachorro se retuerce aterrorizado. Ambos se montan en el asiento delantero de la camioneta y se marchan, jamás mirando hacia atrás. A su paso van lanzando una humareda beige, gris y de diminutas esquirlas de gravilla. Detrás de ellos han dejado la soledad de lo que ha pasado, una posterioridad de lo no comprendido.

Ya no hay más sonido, sólo queda la cáscara de un evento. Aparte de la cama, la estupefacción y la carcajada de la mañana, estoy solo con el olor de un crimen racional. Lavanda. Ladridos. Láudano del espíritu. Es hora de regresar a dormir, César.

Thursday, February 2, 2012

En Guaricano no venden cigarrillos




La calle es una mazorca oscura. Allí hay asfalto, aquí no. De vez en cuando aflora de las cloacas un gusano desdentado, hirsuto y verde, con mierda entre los dientes. Es apetecible un cigarrillo en este lugar, lo que vine a hacer aquí auspicia recompensa. Apetece, pero no hay. En Guaricano no venden cigarrillos.

— Wey, dame media Marlboro roja por favor.
— No vendamos
— ¿Cómo fue?
— No vendamos de eso, chula

Las palabras rezan estranguladas por el sabor pútrido de su boca: el colmadero no quiere vendarme el vicio. Habrá otros establecimientos, pero sé que estoy equivocado de antemano, porque en Guaricano no venden cigarrillos. Es un hecho, no hay. Desde el Torito hasta el Liceo, desde la Iglesia del Amparo hasta el diente de oro del sol caribeño. No hay cigarrillos. Es una huelga al señor Philip Morris: una mezcla de miedo a Dios y crack.

En las trincheras polvorientas de los vendedores de fruta hay una paletera. En sus bolsillos tararean unas monedas y en su aparataje de madera están a la vista diversas reliquias de colores. La vista es rápida y efectiva, los ojos son saetas pecadoras. No hay nada. La Cremora es azul, el enorme termos de café es azul, las mentas de uva son azules. ¿Yo? También. Sólo necesito un poco de blanco y rojo, antes de darle paso al paroxismo de este vicio oral, cilíndrico y venéreo.

— Oye morena, ¿dónde están los Marlboro?
— ¿Come?
— Los Marlboro
— ¿Come?
— Lei parla italiano?
— Nicht spanisch zu sprechen

Corrí lejos de la paletera/la paletera provoca miedo. Es asombroso cuanto asusta una paletera sin cigarrillos. Subo a paso veloz la colina, uno de los tantos promontorios forunculares que coronan a Guaricanos, el único pueblo del país completamente libre de nicotina; desde la Vieja Habana hasta el convento, desde mis pantalones hasta el cielo.

Sofocado, doblo un callejón y entro a un negocio. Es un colmado. Está casi vacío, de no ser por un grupo de jóvenes que en fila india escuchan música que sale titiritando desde un celular. Todos me miran, miran los chicos Dembow a mí, pero independientemente de sus inclinaciones musicales y etimológicas ninguno hace reverencia alguna. Dem do not bow. Miradas fijas. Es como ser Tupac. Aquí no peleará Mike Tyson.

Me acerco al vendedor, un hombre de tercera edad con la boca desdentada.

— Dame media Marlboro, man.
— No vendamos
— ¿En serio?

El viejo menea la cabeza y susurra con un aliento a ajo y genitales afeitados. Su musitar es casi microscópico, de un timido silencio reptiliano.

— No vendamo, chula.