Thursday, April 12, 2012

El corazón de la noche





El corazón de la noche es una rana. He llegado a esa observación definitiva. El canto de la rana -si le podemos llamar canto a su profundísimo reverberar musical-, es una sinfonía iracunda, un tanto desalineada y explícitamente dirigida a la abstracción. Podríamos teorizar diciendo que este anfibio serena el miedo humano que conlleva la falta de luz. Pero el animal, ya notaremos, es la falta de luz misma. Si nivelamos cuidadosamente las malas yerbas de nuestro conocimiento (todo conocimiento es yerbajo, natura primordial) y cerramos los ojos durante una noche, no podremos identificar la locación del animal en nuestro espacio. Tan húmedos e impregnados de su canto estamos.

El lapso de tiempo místico que transcurre luego del día es una transfiguración psíquica del sexo. Todo lo que vive en la noche es percibido como integralmente animalesco y brutalmente hedonista. Si tomamos eso en cuenta, nos llega de manera inmediata el canto de la rana, el potente verbo del croar, rospoide y acérrimo en su entonación; grito que es, sin lugar a dudas, sólo la viscosa alegría del semen futuro. Un simple deseo de repetirse: energía del sonido. La criatura brama su semilla de ansia sobre la noche con la más obscena de todas las imprecaciones y todo parece en orden: la ausencia, el sexo; ambos ensimismados en la violenta dimensión del tiempo y el sueño, latiendo imparable, como algo vivo. Bueno, como decía: el corazón de la noche.

Wednesday, April 11, 2012

Tragicomedia banileja



"Mama don't you worry, night's aproachin'
there's a hole in heaven where some sin slips through
Close your eyes and dream real steady
maybe just a little will spill on you"
 Townes Van Zandt


I

Se sentó al lado mío a eso de las siete de la mañana. Olía a ron y pasta dental. Me sonrió halándose los testículos por debajo del traje de baño. Se mojaba los labios y estaba dispuesto a hablar. Que hable lo que quiera, menos de la noche anterior.



II

Los niños y niñas (jugosos querubines sonrosados y gloriosas ninfas negras terminalmente nabokovianas) jugaban arrojándose la arena, ese polvo oscuro característico de las playas banilejas. Pequeños seres entre seis y trece primaveras caribeñas, mezcolanza devastadora de ciclones y campañas electorales, mandándose atrás pegotes húmedos de aquella tierrilla oscura planchada eternamente por las olas. Risas y el sonido acallado (la arena suena como un cocodrilo entre tantos cocos, la arena, que se estrella sobre las pieles bronceadas de los niños) de los ramplimazos que se propinaban. Ríen y ríen, como si el dolor fuera un actor secreto cuyos movimientos sólo pueden ser interpretados por una más que efusiva algarabía.

Al juego se han unido ahora unos muchachos más grandes, adolescentes quiźas, puede ser que hasta mayores de edad. Con una cierta malicia en los ojos y sus sonrisas flexibles, ellos también recogen la arena, haciendo bolas con generosas cantidades de lodo y comenzando a arrojarlas a los niños, creando un obvio ambiente competitivo en el juego que hasta ahora había sido algo bello, incorrecto y, para completar los adentros, incomprensible. Los mayores toman un lado del campo de batalla y comienzan a avanzar, arrojando con asombrosa rapidez sus proyectiles de mugre. Los más pequeños no pueden contener la avanzada de sus enemigos grandes (inocente odio heterocrónico) y son finalmente sobrecogidos. Uno de los otros muchachos, el más viejo al parecer, cayó sobre una de las niñas, con una mano sobre un seno y la otra en las nalgas.

Las risas terminan, la nieve es negra, Nueva York chiquito y todas aquellas cosas.



III

Por la mañana, durante la hora de meditación (considero que todo Ser debe de, aunque sea, dedicarse a pensar una hora al día. Algunos lo llaman meditación, pero he descubierto que los efectos de dejar la mente en blanco —o intentar no pensar— resultan contraprudecentes para cualquier psique inclinada a la ponderación o a sus ciencias), decidí incendiar memorias. Debajo del bohío imaginé escenas pasadas y caminé los vidrios rotos del recuerdo. La noche, el alcohol, la soledad. Grité en voz alta mis anhelos y pesadillas, declamé mis protestas en un mal tallado inglés arcaico y pedí perdón a aquel Gran Algo, por todos los sufrimientos de las vainas vivas y esas cosas. Muy Nacho Vegas. Luego abrí los ojos, miré al suelo y allí estaba esta perra khaki enorme, flaca como un jinete del apocalipsis, con los pezones negros y sucios de arena, colgando secos. Meneaba la cola, divertida. Nos miramos unos segundos y le conté mi secreto. Continuó moviendo la cola, ajena a mis preocupaciones, ausente de mis breves y efebos placeres. Lloré. Es inevitable, pensé, estoy siendo sincero.



IV

Estaba sentado con un amigo, esperando que nos subiera una nota. Delante de nosotros están los bañistas concentrados en divertirse. Parecen boyas, aguardando las olas invisibles (toda ola que no se ha roto aún no existe para el ser humano; la belleza del descubrimiento proviene de la destrucción) para reír a carcajadas mientras malinterpretan las intenciones del mar. Como caldo verde con un roído sentido del humor, las playas banilejas han de poseer el mar más cascarrabias de la isla. No es necesariamente el más bravo o el más salado, pero su movimiento posee una insistencia en sacarte de él. El mar no es divertido, jujuju, jajaja, sólo quiere que ya salgas y te seques, que la sal te hace daño, que ya no mees y cagues en él.

Pero es idea estúpida. El mar no es un ser consciente. Los bañistas tampoco. Cruzo los pies y hago un montoncito de arena entre las piernas. De lejos viene un animal pequeñito, deslizándose sobre la arena. Se me sube por una pierna y se sienta sobre la montaña de arena que presido. Es un pequeño cangrejo rosa, que me mira y babea.

— Diablazo man, que maldita nota.


V

No me conoces, pero siento que te conozco desde hace tiempo y eso me da la confianza para contarte algo. ¿Ves cómo te endrogas y no disfrutas de la vida? Eso es porque te hace falta Dios. No Dios como Ser Definitivo de Grandes Amores o Jesús como salvador. Te hace falta creer. No crees en nada, hasta ahora eso he podido comprender de ti. Me gustas, eres lindo. Pero no puedes querer nada, porque no crees. Confundes la realidad con los sueños, o aquellas cosas que llamas sueños, no más que pensamientos en formas de nudos, lama subconsciente de tu mente amarilla. Los Beatles, escúchalos. Te decía, que confundes las cosas y eso te causa pavor y por eso intentas adormecer tu alma con las drogas. Polvo, crack, yerba, no importa lo que metas, todo eso es una simple sustitución para Dios; drogas como suplemento divino. Creer es divinidad, el conocimiento es mera prueba. Nada que ver con Dios y tu arte. No puedes hacer nada porque te has humillado ante la indecisión: sabes que no posees una dimensión extra, que nadie la tiene; no sabes si morir o no. A Hesse no lo leas más.


VI

Siempre he considerado que cuando un animal se maquilla y pone ropas atractivas está, de cierto modo, cumpliendo una función biológica terriblemente fundamental. Eso es porque poseo un disgusto crónico por todo sistema natural. Es común que una niña, por ejemplo, de diez años, un ser aún en espera de la violencia sexual, use los mismos artilugios subconscientes debido a aquella perversión social que nos achaca; esa esplendorosa decadencia sujeta al uso ecléctico del concepto Libertad. ¿Qué son diez añitos para aquel que ve a través de los ojos de su propia perpetuidad e inmediata satisfacción? ¿No sería mejor comenzar a pensar en el erotismo como aliado biológico que atenta contra el hombre, con sus lazos de colores, bikinis y pestañas negras y grasientas?

Abandonemos los aspavientos sexuales. Si de la vida no hay escapatoria, el concepto de la libertad es obsoleto. La única verdadera huida es la muerte. Si la carne significara algo, no moriría.


VII

De noche en la casa de campaña, a través de la tela agujereada, se pueden observar las nubes grises, que de vez en cuando dejan escapar los rayos sofocados de una luna temible. La arena aquí es negra. Terriblemente oscura y llena de hierro. Se come los celulares, se adhiere a ti de formas que otras arenas, castas más arias, pardas y suaves, no podrían. La arena me recordó a una mujer. Era de noche, así que es obvio. Agarré lápiz y papel (como todo ciudadano moderno llama su Smartphone) y quise escribirle un poema. Algo sobre como se vino en chorros y vomitó sobre la arena, y que sus fluidos, creados por actos bellísimos y deshonrosos, mataron la tierra de Baní en placer. Luego, a través de la magia del rigor mortis y la poesía, la tierra comenzó a ennegrecer y vibrar, a sobarse sobre si misma enloquecida por un frenesí lascivo y húmedo, para luego desprenderse en minúsculas partículas, estallando en un gemido de polvo de obsidiana y amatistas. Algo así. Recuerdo que luego de las entrañas de la playa salían cientos de zombies tainos, de penes enormes, buscando la madre que les devolvió la vida, pajeándose a diestra y siniestra, cavando los caudales de los ríos con el incesante caminar de su búsqueda y llenándolos con el resultado de sus fantasías edípicas. Descarté el poema como pretencioso, erótico y morbidamente personal. Al final me conformé con epigrafear a Townes Van Zandt y tomar el acercamiento divino, como toda poesía socialmente respetable.

El cielo se pichó
la brea del infierno
siempre sobre
nuestras cabezas
se coló sobre la arena.

Dios mandó el mar
para limpiar Baní

—porque eso hace Dios
poner las cosas bien
desaparecer las malas—

pero los bañistas mean
cagan, vomitan, beben romo
y cometen otras cosas
abominables dentro la playa.

El mar se cansó.
Es comprensible.
Dios aulla sobre las olas
lamentando aún otra
de sus terribles ideas.


Comenzó a llover poco después. Las gotas de lluvia, al chocar con la tela plástica de la casa de campaña donde estábamos hacinados mi amigo y yo, sonaban como flores muriendo. Pensé de nuevo en el primer poema y me dejé llevar por el sueño. Las palmeras se creían cielo, y arrojaron sus cocos junto a la lluvia.


VIII

Las matas de coco son como aristócratas tercermundistas. Altas y verdes, guardan su opulencia en sus copas y llegado el debido tiempo (que es siempre el más desesperado) las arrojan al mar para que con suerte lleguen a otras islas a convertirse en otros aristócratas. Divertido, en cierto modo. Pero te seguía diciendo: me gustas, eres lindo. Pero no singué contigo anoche ni lo haré hoy, porque primero no quiero que piensen que soy medio raro, y segundo porque no podrías quererme. Cuando me acuesto con hombres como tú, tienen que quererme. Y tú no puedes querer.

Lo miré sollozar por unos minutos. No era por mí, sospeché. Luego le pasé una mano sobre el hombro y lo besé en la mejilla. En sus grandes ojos negros pude ver reflejado mi propio rostro, deformado en una sonrisa que lo más probable pretendía proyectar como tranqulizadora, pero logré solamente mostrarle un rictus de pura desesperación. Me paré y lo abandoné en Baní, pero no creo que le siente mal mi partida. No lo creo. Al menos en eso tenía razón.