Thursday, October 17, 2013

De propiedad y otras galimatías




Es cuestión de personas y propiedad. Luego de que la madurez como ola de melaza se cuela sobre nuestros romances y nociones emocionales adolescentes - jóvenes saltos hacia un vacío incomprensible- llega la abstracción maldita de la identidad. Al nacer, deslizados a la existencia como orugas de sangre, no podíamos poseer nada. Luego vino el hambre, que es la necesidad prima, fuente de toda energía, y eso pudo ser mío. ¿Pero cómo estar seguro? Aquella hambruna del infante se le arrebata con el alivio que brinda la madre, con los brazos que acunan el cuerpo nuevo, el suero caliente que mana de su corazón. El hambre como primera posesión teórica debe de ser descartada y abandonada de manera inmediata.

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Había, cuando estaba con ella, un anhelo físico y mental muy parecido al hambre. Unas ganas de poseer que se confundían con el impulso de darle aquello que creía mío. Al tenerla cerca estas percepciones perdían sus contornos, evocando deseos de copla, de suma: aquel impulso espacial y milenario de poner una piedra sobre otra.

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Para el joven de espíritu trastornado por el amor, se le hace imposible considerar aquello que siente “suyo”, pero tampoco le es posible atribuirlo en su totalidad a alguien más. ¿Dónde está entonces?

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Cuando se refería a mí, decía mi novio. Así mismo me pedía que hablara de ella llamándola mi mujer. La verdad es que no comprendíamos nada. Luego del amor estaban para nosotros los títulos de propiedad. Después de aplicar nuestras heraldía, y a manera de ritual, nos dedicamos a hablar durante horas, olvidando que todas nuestras palabras carecían de significado. ¿Cómo es posible decir algo de valor luego de habernos limitado a aquel infierno de reciprocidad propietaria? ¿Tú, que eres mía, qué sentido tiene que recibas todo aquello que está por decirse? Pero ella insistía en ello, en consideración de lo que debía ser nuestra perpetua felicidad. Todos los mi novio y mi amor eran parte de una construcción babélica, cementada en nosotros (ella también intentaba poner una piedra sobre otra, con esa naturalidad extrema de los seres sapientes).

Pero como dije, no entendíamos nada. Nada duradero puede ser erguido sobre ilusiones y sinsentido.

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Si dos personas crean, juntos, hasta podríamos decir que con una romántica totalidad, una constelación de sentimientos varios, innumerables andanzas, jubilosos acontecimientos y otras cosas emocionalmente exaltadas, ¿podríamos adjudicar a ambas personas la propiedad de estos? He usado la palabras crear ¿pero qué puede de verdad asegurar que se ha llevado a cabo génesis alguna? La emoción como respuesta a determinada energía o escenario sugiere la existencia de los sentimientos como interpretaciones de acciones ocurridas, manifestadas a través de otras acciones. La humanidad como máquina de movimiento perpetuo, la acción humana y emocional como una energía de eterna renovación, creando más manifestaciones a raíz de su propia ejecución. El concepto de una interpretación de eterna recurrencia está profundamente asentado en una realidad que, aunque lo suficientemente abstracta y por ende de la misma calaña, se niega a formar parte de un sistema de propiedad.

¿Están desamparados los enamorados? Aquellos hombres y mujeres no pueden explotar la seguridad ilusoria (para el espíritu) de la propiedad. Si son presas del caos concebido por la maquinaria humana de la interpretación, serán seguramente reducidos a víctimas de las fuerzas aleatorias de la exégesis eterna del sentimiento, la base de toda voluntad y acción.

¿Es la felicidad pura suerte? Hambre.

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Cuando pasaba su mano por mi espalda (ya han pasado muchos años) sentía un escozor debajo de la piel, como si estuviera siendo tocado por una cuchara fría. Mi espalda, decía ella, mis brazos. Estábamos felices de pertenecernos. Nos sentimos de cierta manera transgredidos, es cierto, dejando nuestras únicas pertenencias personales a merced de la decisión ajena. Ese sentimiento de alarma pudiera bien haber sido una indescifrable ley natural, ocupándose de prevenirnos ante la inevitable catástrofe humana de la ruptura. Pero en aquellos tiempos nos eran más difíciles las lecturas sobre el tema; el final era algo impensable y macabro, esculpiendo en nosotros miedo e inseguridades que sólo eran capaces de ser mitigadas con la entrega total, amalgamarse en una unidad ideal, mantenernos juntos en nuestra nación de cabello y cuchara.

Han pasado muchos años ya y ahora que ya no existe esa conexión, me siento como una isla llena de cocos secos, plagada de personas oscuras que comen bayas con los dedos. Asteroide de magma frío a la deriva. Tiburones sonrientes nadan en mis senos. Un cuerpo dueño de sí mismo.

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Aquellos fenómenos no se han vuelto a repetir. Ya nadie quiere reclamar las tierras ajenas como propias, ni siquiera para vivir en ellas un breve exilio. Todos toman la carne como turistas, polizontes de la sangre breve. En sus efímeros saqueos planean agarrar y torcer, acariciar, pellizcar e introducir con impunidad, sin llevar a cabo ninguna guerra humana que pueda comprometer la integridad de su propia soberanía física. Para ello se emplea una diplomacia silenciosa, un violento voto de discreción que culmina con el tronar de las cremalleras. No hay tierras firmes; esa vida se asemeja más al mar, con su continuo desliz de barcos, horizontes, mástiles erguidos... pero muchos están habituados a esta situación, hombres de sal, testigos de la caída de Gomorra; seres curiosos como abejorros, que disfrutan agasajar todas las flores presentes sólo hasta que el polvo de la noche esté dispuesto a adherirse a su cuerpo.

Cloruro de sodio, cristales en forma de abeja. ¿Qué hace falta para poseer de verdad?

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Un día, decidió dejar de reclamarme como propio. Ius abutendi, mi amor.

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Debajo del árbol de navidad hay dos paquetes. Uno está envuelto en papel rojo y verde, marcado por pequeñas esferas azules y amarillas que pululan en relieve. El otro es sospechosamente rectangular, vestido por una simple envoltura beige. El último es un piano eléctrico, que me han regalado para que me ponga a hacer algo útil y bello (como si todos estuviéramos destinados a ello o las dos cosas pudieran estar tan siquiera remotamente relacionadas) mientras que el primero, pesado y decepcionante, es un pantalón de marinero, azul y triste como sólo lo puede ser un regalo parecido para un niño de ocho años. Póntelo, póntelo, decían, vas a ver que lindo quedas. Y con la bemba fuera, pequeño barrilito azul, anclaba las dos piernas y cruzaba los brazos frente al espejo. Son tuyos y ahora los vas a usar, decían. Eran míos. Los tenía que usar.

Camino a la escuela las especulaciones me llenaron los sesos de desasosiego. Sabía que los pantalones eran míos, en toda su nueva horrisprudencia azul y despiadada, y me sentía culpable por no poder apreciarlos. ¿Por qué son tan feos estos pantalones míos? Esta prenda que llevo me pertenece, pero su piel se adhiere a la mía en una simbiosis vergonzosa y deshacerme de ellos sería negar algo que soy, mutilar una pieza de cosmos personal.

Al llegar a la escuela los niños ríen. Los pantalones, arremangados por encima de las rodillas, muestran mis coyunturas grises e infestadas de cicatrices, motivo de burla misterioso que sólo los más jóvenes pueden vislumbrar. Paseando cabizbajo, soy detenido por otras dos piernitas en el camino. Blanquísimas y esqueléticas, las extremidades dan apoyo a una niñita pálida y rubia cuya frente levantada sólo logra llegar hasta mi pecho. Rubor.

¡Está muy bello ese azul! Me encantan tus pantalones.

La muchacha muestra una sonrisa de dientecitos torcidos y huecos negros. Rubor.

Los pantalones azules, cortos, sobre las rodillas. Puestos, vestidos, inigualables. Vergonzosos, navideños, escogidos. Y ahora eran míos de verdad.