Saturday, August 26, 2017
Historias de niños que conocí escritas por adultos I: Cada vez que se hunde un cuchillo, si es lo suficientemente profundo, se puede llegar a ser empuñadura.
Cuando era niño me invitaba a tocar arañas. Quizás era para al fin alcanzar a ver aquel bulbo didáctico que su padre desde hace tantos años le mencionaba con la misma convicción que se emplea para hablar de Dios y il calcio. Pudo haber sido también para experimentar con los reflejos: ver las actividades del miedo reproducidas en el diminuto espectáculo de la inocencia. Por cual fuera la razón nadie puede culpar la fascinación humana por el aburrimiento propio y la desgracia ajena.
Me agarraba de las muñecas y me metía dentro de ese algodón diabólico que un terror octagonal había trabajado como mancha que aguarda a la muerte, flotando dentro de la niebla de su propio diamante. Creo que más que nada fue un bautizo. Fui ungido por algo antiguo, mi patriarca me tomó y hundió en el calostro de la vida. No puedo recordar si lloré.
Ma dai che non fanno niente.
Fast forward. Sum id quod sum. Ahora ya están en todas partes, las siento en las piernas como pelos furiosos. He crecido con ellas: mi eje es una campana de metal inquieto que las llama. Han hecho casa más allá de mí: en la aflicción que me causa la forma, el desinterés del color y su opresión sensorial. Me han hecho casa porque soy la mancha, me escupo en las manos para tejerme.
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Friday, May 16, 2014
♭
Música, música, música. Música sin teoría definitiva, sin crítica de bomba de hidrógeno, sin Derrida. Música sin abono, o cómo alimento. Más que nada es la música sin, lograr hablar del sonido sin recaer en una retórica emocional, sin confundir al sentimiento con un sistema, oscureciendo así sus ángulos y formas. El abstraccionismo de las teorías sónicas apestan a lija que guaya las siluetas de una mano siempre dispuesta a acariciar. ¿Música? No teoría, sino nombre y tema, es mejor la música sin, así queda solo como un fenómeno de la exaltación, desnudo ante las orejas, que son nuestros ojos de camaleón.
¿Yo? Me como la roca toda tal cuál Sisifo, toda la jodía roca broder; todo el semen desde el río Congo hasta el Missisipi, pene dorado y cuello de botella; también voy hacia atrás caminando de espaldas, pero no tanto, nunca tanto… las personas jóvenes bien pueden quedar fulminados si miran demasiado para atrás, como también quedar hecho una estatua de sal o en el mejor de los casos nos da aunque sea una tortícolis. El futuro también vibra como Wagner, sólo que con más chirridos y gatos que hablan.
Ante el espejo hay que decir que Animal Collective porque todas sus canciones parecen ser un fantástico cover de Tomorrow Never Knows; Punk porque es mi fuerza vital y la tuya y la de todas las madres solteras del mundo y ni hablar de abajo al hombre gordo con el puro en la boca; Hardcore porque es Punk; Hip-Hop porque es la antítesis del Punk, lo cual lo hace terriblemente Punk también; punk sin mayúscula porque se puede ir a la mierda tu gramática y la ilusión de la consciencia del ruido; punk porque es el folk de los espiritus infectados por dios. Y pues, claro, siempre el Metal porque: ¿qué adulto que esté interpretando su propio papel de niño no gusta del Metal?
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Tuesday, May 13, 2014
III
Los triángulos son buenas formas, siempre habrá un balance en su silenciosa (y por ende imperiosa, para personas que le temen al vacío) geometría que presume pirámide, una escala en donde la vista siempre tendrá que visualizar un tope o un fondo, entonces meta, cúspide: ganador. Esto me resulta axiomático.
Lo que si hace seguro es que siempre parece que hay un uno aparte, el triángulo logra segregar puntos en el espacio mejor que ninguna otra forma geométrica, En mí su morfo simple acelera la idea de un logos perfecto. Bueno, podría bien no usar esa palabra tan opaca, que nos aplasta la cara con todo su vidrioso esplendor hipermetrópico, pero es una tentación muy grande invocarla para con las cosas que se sienten de esta manera, como el triángulo, un misterio de líneas que se unen. Vivir en gracia debe ser extender las manos como cables larguísimos en búsqueda del triángulo, para al final ponerlo en el pecho como doble corazón.
Por otro lado el cuadrado es horrible. Un punto más daña todo el asunto. Cuatro es multitud sin intimidad, eso que sabemos vulgarmente pluralidad. Uno con el otro, el otro con uno: interacción por ósmosis. Sin ninguna posibilidad de una tierna diagonalidad. Y que no vaya a ser que nuestro cuadrado comienza a frecuentar otros grupos de cuadrados y arranquen a teselarse entre sí desde la Zona Colonial hasta dizque el infinito, escribiendo poemas y otras yerbas aromáticas hasta que tengamos Santo Domingo lleno de mosaicos perfectamente simétricos (mejor cerrar los ojos o quedamos ciegos ante tanta palabra, verbum perfectum, vitrum oculi), pavimento que no se callan nunca. Aquí mismo, en nuestra Santo Domingo, donde aún hay bellos círculos andando por ahí: sujetados por bikinis, en cocos (ambos nueces llenas de agua) y lechosas romboides, hartas de cientos de estrellas.
Es llevar la geometría tan cerca que no se puede ver bien, lo sé. Pero es que esta mañana me levanté y vi por mi ventana tres guaraguaos que volaban sobre una mata de javilla, puntos flotantes en el cielo haciendo formas triangulares dentro del aire. Estaban bellísimos, parecían cuidarse el uno al otro.
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Thursday, October 17, 2013
De propiedad y otras galimatías
Es cuestión de personas y propiedad. Luego de que la madurez como ola de melaza se cuela sobre nuestros romances y nociones emocionales adolescentes - jóvenes saltos hacia un vacío incomprensible- llega la abstracción maldita de la identidad. Al nacer, deslizados a la existencia como orugas de sangre, no podíamos poseer nada. Luego vino el hambre, que es la necesidad prima, fuente de toda energía, y eso pudo ser mío. ¿Pero cómo estar seguro? Aquella hambruna del infante se le arrebata con el alivio que brinda la madre, con los brazos que acunan el cuerpo nuevo, el suero caliente que mana de su corazón. El hambre como primera posesión teórica debe de ser descartada y abandonada de manera inmediata.
Había, cuando estaba con ella, un anhelo físico y mental muy parecido al hambre. Unas ganas de poseer que se confundían con el impulso de darle aquello que creía mío. Al tenerla cerca estas percepciones perdían sus contornos, evocando deseos de copla, de suma: aquel impulso espacial y milenario de poner una piedra sobre otra.
Para el joven de espíritu trastornado por el amor, se le hace imposible considerar aquello que siente “suyo”, pero tampoco le es posible atribuirlo en su totalidad a alguien más. ¿Dónde está entonces?
Cuando se refería a mí, decía mi novio. Así mismo me pedía que hablara de ella llamándola mi mujer. La verdad es que no comprendíamos nada. Luego del amor estaban para nosotros los títulos de propiedad. Después de aplicar nuestras heraldía, y a manera de ritual, nos dedicamos a hablar durante horas, olvidando que todas nuestras palabras carecían de significado. ¿Cómo es posible decir algo de valor luego de habernos limitado a aquel infierno de reciprocidad propietaria? ¿Tú, que eres mía, qué sentido tiene que recibas todo aquello que está por decirse? Pero ella insistía en ello, en consideración de lo que debía ser nuestra perpetua felicidad. Todos los mi novio y mi amor eran parte de una construcción babélica, cementada en nosotros (ella también intentaba poner una piedra sobre otra, con esa naturalidad extrema de los seres sapientes).
Pero como dije, no entendíamos nada. Nada duradero puede ser erguido sobre ilusiones y sinsentido.
¿Están desamparados los enamorados? Aquellos hombres y mujeres no pueden explotar la seguridad ilusoria (para el espíritu) de la propiedad. Si son presas del caos concebido por la maquinaria humana de la interpretación, serán seguramente reducidos a víctimas de las fuerzas aleatorias de la exégesis eterna del sentimiento, la base de toda voluntad y acción.
¿Es la felicidad pura suerte? Hambre.
Cuando pasaba su mano por mi espalda (ya han pasado muchos años) sentía un escozor debajo de la piel, como si estuviera siendo tocado por una cuchara fría. Mi espalda, decía ella, mis brazos. Estábamos felices de pertenecernos. Nos sentimos de cierta manera transgredidos, es cierto, dejando nuestras únicas pertenencias personales a merced de la decisión ajena. Ese sentimiento de alarma pudiera bien haber sido una indescifrable ley natural, ocupándose de prevenirnos ante la inevitable catástrofe humana de la ruptura. Pero en aquellos tiempos nos eran más difíciles las lecturas sobre el tema; el final era algo impensable y macabro, esculpiendo en nosotros miedo e inseguridades que sólo eran capaces de ser mitigadas con la entrega total, amalgamarse en una unidad ideal, mantenernos juntos en nuestra nación de cabello y cuchara.
Han pasado muchos años ya y ahora que ya no existe esa conexión, me siento como una isla llena de cocos secos, plagada de personas oscuras que comen bayas con los dedos. Asteroide de magma frío a la deriva. Tiburones sonrientes nadan en mis senos. Un cuerpo dueño de sí mismo.
Cloruro de sodio, cristales en forma de abeja. ¿Qué hace falta para poseer de verdad?
Un día, decidió dejar de reclamarme como propio. Ius abutendi, mi amor.
Camino a la escuela las especulaciones me llenaron los sesos de desasosiego. Sabía que los pantalones eran míos, en toda su nueva horrisprudencia azul y despiadada, y me sentía culpable por no poder apreciarlos. ¿Por qué son tan feos estos pantalones míos? Esta prenda que llevo me pertenece, pero su piel se adhiere a la mía en una simbiosis vergonzosa y deshacerme de ellos sería negar algo que soy, mutilar una pieza de cosmos personal.
Al llegar a la escuela los niños ríen. Los pantalones, arremangados por encima de las rodillas, muestran mis coyunturas grises e infestadas de cicatrices, motivo de burla misterioso que sólo los más jóvenes pueden vislumbrar. Paseando cabizbajo, soy detenido por otras dos piernitas en el camino. Blanquísimas y esqueléticas, las extremidades dan apoyo a una niñita pálida y rubia cuya frente levantada sólo logra llegar hasta mi pecho. Rubor.
¡Está muy bello ese azul! Me encantan tus pantalones.
La muchacha muestra una sonrisa de dientecitos torcidos y huecos negros. Rubor.
Los pantalones azules, cortos, sobre las rodillas. Puestos, vestidos, inigualables. Vergonzosos, navideños, escogidos. Y ahora eran míos de verdad.
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Thursday, September 26, 2013
Res ipsa loquitur
Me gustaría poder
escribir como tú
con esa hambruna sencilla
del poeta anacoreta
que no para de mirar
el plato con asco
pero hace tiempo
que ya uní versos
en largas cremalleras de sinsentido
que en los circulos llaman
textos
lo que es ya bastante ridículo
no hay tal cosa
como palabras en fila
conga
parecen más bien
grandes bosques
de abedules que arden
que cosa más absurda
ver la poesía y creer
que todos los poetas
son tartamudos
ver la poesía quemarse
y pensar en apagarla
no se dejen engañar
a nadie le gusta el fuego
pero todo color es dignidad
poesía
al fin
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Thursday, September 19, 2013
Soldados
Ayer comimos sus frutos blancos. Estaban dispuestos sobre la mesa, tirados y gordos, cuerpos como bolsas fláccidas. Uno a uno los visitantes fueron destripando sus interiores y comieron de la pulpa pálida de los pequeños higos, sonriendo con lo ojos húmedos de alegría. Era el alborozo causado por las frutas tan grande, que aquel regocijo se acumulaba detrás de las muelas como un abazón, y todos lo masticamos, gritando con esa algazara propia de los rumiantes nocturnos.
Luego, el más álgido de los silencios. Todas las miradas vacías. Globos oculares tremolantes, y en su reflejo sólo la cáscara de la fruta muerta, humedecida por la saliva expedida por sus bocas golosas. No saber qué decir no es el peor de los pecados, pero hay una estrella enorme en el horizonte que planea asomarse todas las mañanas -sus mañanas al fin, que al final es sólo un momento que adquiere significado gracias a nuestra inútil habilidad de preverlo- y los pone muy nerviosos. A todos los huéspedes, hombres hambrientos muy quietos y de ojos hundidos, les había atacado una maléfica carestía de emoción. Estaban las ganas de decir con el sonido, de liar algo digno de la luz a punto de ser presenciada, pero se encontraban hartos de uvas blancas y dátiles salvajes, cansados y deshechos por el tacto y la gula.
Todos se rinden, sin articular palabra. Contagiados por una adorable y estúpida fascinación por los comienzos, darle un nombre al amanecer, de salto y de sol, sol niño que aún sigue en el mismo cero mata cero eterno. Como una guerra, la ausencia que le sigue a la explosión. Soldados que miran el humo y el fulgor. Ssssh: y por un breve momento el terror es paz.
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Molto Alto, Acto XII: El Dr. Manzevich explica brevemente la teoría de la Escena, con ejemplos
"Antes que nada hay que imaginarse al gavilán sobre la tortuga. Eso es lo principal. Luego todo lo otro se explica por si solo, ya que es una perfecta representación onírica, cuya razón no puede ser negada. Si la imagen resulta ridícula, es porque no se le ha pensado bien. Tampoco es que haya una forma correcta en la que representar ambos animales en conjunción; se les puede bien figurar como una tortuga de río con un gavilán rojo de alas abiertas, como también una tortuga gigante de las Galápagos con un pequeño pájaro húmedo y cansado sobre los mosaicos de un caparazón centenario. Lo esencial es encontrar la forma perfecta para describir la Escena, y ya sabrán inmediatamente cuando se les ha presentado. No todo es una Escena, por eso explico esto. Podrían bien ustedes entrar en un bar y ser testigos de un gran pleito, una botella se rompe sobre la cara de un bartender y este cae el suelo con una mueca de dolor y sangre mana de su rostro magullado. Esto, debemos de admitir a primera vista, puede resultar una escena. Pero todo aquel que ponga especial atención al logos del suceso podrá bien saborear su simple vulgaridad y descartar el acontecimiento como una acción nula, posando así su ojo en otras cosas, en continua búsqueda de un acto verdadero. El pleito es una perdida de tiempo, una hermoso baladí. Se puede alcanzar la totalidad también a través de la vulgaridad (como en su mayoría de las veces sucede) pero para ello es necesario exaltar el sinsentido y lo común hasta que se pueda sobrepasar la barrera que distingue con claridad la realidad ocurrida y la percepción objetiva que se aplica luego de atestiguar el hecho. Es un elemento humano e innegable aquello que se imbuye con el Acto, creando la Escena.
Lo que menos quiero hacer es sonar confuso. Obviamente el primer requisito para estar plenamente conscientes de la veracidad de una escena es precisamente estar allí presentes. No hay que ser necesariamente parte de la misma, también se puede participar como espectador, aunque en la mayoría de los casos todos los presentes son de alguna forma observadores, aquellos que miran y absorben son los avatares del Acto, los valientes que les dan vida. Miren mejor al gavilán y la tortuga. Es un hecho inefable que tendremos que preguntarnos que hace el pájaro sobre la tortuga. Escena, precisamente. ¿No es acaso lo más humano? Una cosa sobre la otra es lo más natural del mundo, pero mucho más aún lo son unas nubes en el cielo, digamos. Gran vulgaridad. Es esa trinchera entre estas dos cosas donde luchan todos los espectadores, donde las almas se muestran desnudas ante los actos y las cualidades de las acciones vistas son medidas por lo que en ellas podamos reconocer como humano. La absurdidad de ciertas situaciones puede rascar el velo, acariciar suavemente las cortinas de nuestra realidad dejándonos entrever las gráciles curvas transparentadas de lo ridículo como una mano abierta (...)"
Ejemplo #1 (un tren):
Hay un viejo cansado, vestido de camisa y pantalón, completamente de negro. El escenario es un tren (puedo entender que es el Metro de Santo Domingo) lleno de personas. Los cuerpos se apachurran como ciertas carnes de cadáver, y el viejo mira a todos y a nadie, con una mezcla de tristeza y amargo estupor. Algo brilla en sus ojos negros, una pasión quizás, pero se nubla debajo de los reflejos de las formas vivas que lo rodean. Hay técnicos de Claro, con camisetas rojas e identificaciones que pendulan desde sus cuellos hasta el regazo, con ese abandono estático de los objetos violentos: como pistolas desenfundadas porta el proletariado sus rostros colgantes.
Hay demás especímenes presentes, pero a primera vista parecen ser todas mujeres con tubi, que coronadas por redecillas tejidas a mano custodian con celo la fortaleza del pelo y el pincho. En sus manos reposan abiertos como muertos de papel un panteón entero de periódicos flacos. Todos leen lo mismo: un clon de diario disecado, ranas que croan hormigas negras.
En algún lugar de la multitud, dentro de las entrañas de las personas unidas, se escucha una voz extraña que comienza a ascender. El tren también se está moviendo, y es la primera vez que el viejo se da cuenta. A medida que la máquina se come los rieles, la voz escondida toma fuerza, una extraña energía psicótica que recuerda vagamente a un perro enfermo, conjurada en palabras grandes, características de la predica. El hombre (o el perro, porque el hombre aún no sabe que es hombre) habla en frases que trastabillan y resbalan, obligando a los demás miembros presentes a levantar la vista de sus periódicos para ayudar al predicador con un Amén coral, que con gran fuerza de pluralidad sonica y religiosa levanta y encarrila nuevamente al hombre santo, que se obstina en zigzaguear con locura dentro de su propio sermón.
Ahora la máquina habla.
— “Próxima estación...”
Una voz varonil y confiada evoca tranquilidad en los corazones de los pasajeros, vocalizando con seguridad su siguiente posición en el camino. Al escuchar aquellas palabras mecatrónicas y a pesar de encontrarse en el medio de su arrebato eclesiástico, repartiendo una febril anaphora a aquellos que pretenden comer su pan de cada día (simple pretensión, la mayoría sólo comerá del cuerpo de Cristo cada quincena) el predicador se detiene para dejar hablar al anunciador. Y así es en cada parada: la voz nombra las estaciones y el hombre santo pausa brevemente hasta que esta termine, para reanudar inmediatamente su discurso ininteligible lleno de salmos y hosannas, pronunciado en su fluida glosolalia. A todo esto el viejo vestido de negro (que ya se podrá adivinar es una especie de protagonista, la anomalía de la escena) se agarra de su barrote antes de que el calor de toda esa locura lo arrastre como un borracho en el río.
El viejo sabe que nunca saldrá del tren, y su resignación le parece indiferente. Parece ser que mañana estará de nuevo allí, con las manos sudadas empuñando el hierro, respirando a los elementos de la flora mecánica entre tubis y palabras secas, en medio de una escena sobre la cual pensar.
Posted by Hedra at 1:00 PM 1 comments