Tuesday, April 19, 2011

Escena para la nostalgia

The world is full of people whose notion of a satisfactory future is, in fact, a return to the idealized past.
Robertson Davies


Se me ha ocurrido mientras se me contraía el estomago de dolor y manotazo a manotazo me sacaba una larguísima lombriz del ombligo, lo que me dijo Bob. Se me ocurrió preguntarle una noche sobre las chicas del club Loquiso, sobre su forma suelta de desenvolverse, la manera en que se alzaban sobre el suelo y nuestros sueños en puntillas, altas y promiscuas. Bob me respondió con un seco "todas iguales, las he probado todas". Todas iguales dice Bob, que las ha probado todas, reitera. Es acaso improbable o absurdo que en lo que me saco este anélido del cuerpo me venga a la mente esas frases de Bob, sobre el club Loquiso, sobre las locuras del sexo ilegal. Ya completamente fuera, el animal que me causaba un dolor estrepitoso se contraía en mis manos mientras colgaba, obscena y desnuda, como una virilidad olvidada. Y aquí que no me saco a Bob de la mente, su disgusto por la monotonía y quien sabe que viejo asco sentía por aquellas bellísimas mujeres que nos recibían con las tetas al aire y la sonrisa del dios siempre bueno, del que nos hablan los domingos. Esta lombriz es única y ahora que ya no la tengo dentro, que ya no me hostiga con sus cólicos, la siento cada vez más. Pueda ser que la lombriz sea Bob, o que de un momento se haga yo y más tarde sea las tetas al aire de las chicas del club. Quizás Bob tenía razón: son todas iguales, y lamento haberlas probado todas.

Sunday, April 3, 2011

Teorema de la mancha


Y en la más absoluta verdad, te digo que no te puedo agradecer más.


El 23 de febrero, posterior a unas acaloradas elecciones congresionales, las finales de un Reality Idol en China y justo después que mi hermano por fin se aprendiera su primer poema, Dios, el buen Dios, decidió convertir a todas las personas del mundo en manchas. Nadie sabe por que, pero hemos de recordar que los caminos del señor son misteriosos y muchas veces hasta kubrickianos. Todos y cada uno de los habitantes del planeta tierra, auténticos sacos de carne y recuerdos, fueron transformados en sus equivalente en manchas por aquella metamorfosis divina. Yo solamente puedo contarles los cómo y cuándos, los dónde hechos irrelevantes por nuestra nueva naturaleza diseminante y pues por qué... vaya usted a saber. Quizás las manchas son más fáciles de limpiar con un chín de Fabuloso, a diferencia que con tsunamis, terremotos y el ocasional tornado. Pensemos en un corte de presupuesto gnóstico.

Los primeros en darse cuenta, dicen las manchas de tinta de calamar que alguna vez representaron los periodistas, fueron los vagabundos. Los duques y reinas del asfalto se encontraron repentinamente derramados en las aceras, verdes, azules, rojos, amarillentos y estupefactos. Nadie escuchó sus gritos y lamentos de auxilio, justo como nadie lo había hecho antes. En su desdicha (a diferencia de otras clases sociales que luego también se verían en la misma penosa situación) algo acalló sobre ellos: la necesidad de dinero para resolver su predicamento. Verán, la mente del vagabundo es un artefacto maravilloso. Su psique ha logrado a través de las dificultades de la vida urbana y errante, descomponer y simplificar sus problemas con una sola resolución: menudo. Así que luego de su infortunio intentaron extender las manos a los peatones despreocupados, sólo para darse cuenta que no poseían ninguna clase de extremidades. Sus brazos esqueléticos habían sido transmutados en vistosas formas liquidas, constringidas al suelo por la omnipresente fuerza de gravedad. A pesar de sus dificultades poco había cambiado; aún encolados a la calle, ignorados y hambrientos, se resignaron a continuar su nueva vida, la única vida.

Los siguientes en derretirse fueron los bienamados políticos. En sus asientos del congreso, mientras unos celebraban su reelección insultando a sus contrincantes y estos últimos devolviendoles gestos obscenos a los ganadores, todos y cada uno se vertieron al suelo como cascadas. Asustados, recurrieron a las votaciones, pero estos no alcanzaban los botones ni podían lanzar sus manos arriba, al menos no como lo habían hecho durante tantos años, si no más bien esparciéndose en el aire, haciendo llover sus cuerpos en el gran salón. Entonces el pánico se desató. Los teléfonos sonaron, las lineas se saturaron, y el caos pasó a formar parte integral del sistema político. Las personas al ver como su lideres le tornaron las espaldas (a falta de mejor palabra para describir su flamante anatomía) no sabían que hacer. Dada su nueva forma liquida, ahora se encontraban arrastrándose, haciendo de la histeria colectiva una mucho más torrencial. Las calles se convirtieron en ríos de colores, todas ahora infestadas de veloces manchas aterradas.

Yo (y aquí voy, metiéndome en medio de un relato sobre una catástrofe mundial) ante todo el desorden podía sólo pensar en las individualidades de las personas comunes. Sus propias hecatombes, por así decirlo, aquellos desastres que se filtraban escandalosos en sus vidas de ciudadano promedio. ¿Cómo viviría aquél reo ahora? No habría barrote que lo contuviera, así que ¿cómo podría enfrentar una libertad tan repentina? Y el fabricante de puertas, el cerrajero, los entrenadores de baloncesto, los barberos y los fisiculturistas ¿qué harían ahora? Presos indefinidamente en un nuevo mundo, hostigados por la novedad de este sistema licuefactible el cual convertía sus habilidades en irrelevancias absurdas. ¿Qué harían ahora, victimas del baladí?

“Con las profesiones físicas ahora obsoletas, este es el nuevo amanecer para una nación unida en pro de la ciencia y la intelectualidad” decían algunos científicos locos, salpicaduras blancas como leche. “Este es el castigo de Dios”, “esta es la gracia de Dios”, “¿Es esto de Dios?”, el mismo argumento se repetía por todo el mundo, y los ministros como manchurrones amarillos y verdes encharcados dentro de sus zapatos alegramente marrones atacaban a los científicos, y los hombres de ciencia denigraban la fe con supuestas pruebas, y los políticos ganadores de las elecciones post-mancha riéndose de los perdedores y estos últimos más enojados que nunca al no quedarle ningún insulto corporal en su repertorio. Todo pasaba más o menos igual que antes y el mundo abrazaba su extraña realidad. Mientras el planeta continuaba girando, no se nos cruzó ni por un momento la posibilidad de que también la Tierra siempre ha sido una mancha y que nuestra condición no era más que la normalidad de la replica, la madre sometiendo la cría a una naturaleza paralela. Muchas teorías nunca fueron ponderadas gracias al siempre presente escándalo. Se descartó por completo la filosofía.

Pero la única diferencia era todo. El sexo no era el mismo. Nuestro amor se vio limitado a la reflexión, las caricias al fruncir callado de nuestras formas. Se nos fueron arrebatados los placeres de la gastronomía, de una caminata, el de sentir nuestras extremidades bailoteando en el aire, saltar y demás estupideces jamás consideradas extraordinarias por haber sido características hominidas, algo que fuimos toda nuestra existencia. Al darme cuenta de esto, una gran y horrible tristeza me invadió. Mi amor al hombre, ahora calcificado por el abandono de su condición, había perdido el sentido. Decidí que era efectivamente más sencillo dejarme ir y sufrir el fin deshonorable de la mancha.

Avancé en mi estupor suicida hacia el parque más cercano, donde pequeñas existencias chafarrinadas se columpiaban naranjas y alegres en los juegos. Toda la zona poblada del parque estaba situada estrategicamente en áreas con mucha sombra, ya que, de manera inmediata y lógica, todos se habían dado cuenta que el sol es el principal enemigo de los líquidos poco profundos. Al llegar a la plazoleta aislada, asediado por las miradas de cuerpo completo de los presentes, continué avanzando hasta sentir la luz blanquecina del sol deslizarse sobre mí forma ovalada, regada sobre el ardiente asfalto. Tras mí mismo, la evaporación se hacía maás real, y tal como un sueño, me logré en el aire, cada vez más alto, más ajeno a todo. La humanidad perdida, la necesidad de extremidades, la tristeza y el peso del cambio no se elevaron junto conmigo. Todos debajo de mí se arramblaban asustados, gritando con horror imposible ante mi gradual desaparición. ¿Y cómo explicarles ahora sin habla, mi gozo, la liberación?

Ya completamente desvanecido, dejándome llevar por el viento como alguna hoja revolucionaria, finalmente la claridad me invadía. No bastó la Santa Inquisición, las cruzadas, Franz Ferdinand, Hiroshima y el Apartheid para por fin hacerme entender. No fue suficiente el canto del borracho, el grito del recién nacido o el primer revolver para iluminar mi alma. Sólo la decisión burlesca de un dios, del buen Dios, me hizo por fin razonar e introdujo dentro de la tela de mi propia existencia el secreto del ser humano. Pero ahora, dios, mi querido Dios, en una inexplicable torcedura de eventos, en un desenlace que no creo que ni siquiera tú podías haber predecido, también soy ajeno a ti.

Y allí, hecho aire y viento, agua y cielo: finalmente comprendí.

Friday, April 1, 2011

¿Mwen wè mwen wè, n' a wè?


Veo veo una planta de zapote, cargada de frutos como si fuera a mudarse; está siendo golpeada por una ridícula nieve de cenizas que crepita en el aire, en este ardiente e implacable sol caribeño. Más abajo, uno, dos, tres niños se bañan en un riachuelo, mojados hasta la cintura por un agua insalubre. “¿Veo veo, qué ves?” gritan los críos jugando el mismo juego que yo, aunque eso no tengo manera de saberlo ya que exclaman en un creole negrísimo, pero me parece que eso juegan, que juegan lo mismo que yo, se siente la observación en sus voces. Uno, dos, tres perros le ladran (mis perros) como reprochandoles, advirtiéndoles algo que no logro descifrar, un poquito secos y angustiados, pero sus colas se mueven por la excitación del juego, se les nota el gozo animal. Los chamacos chapotean entre el agua verde, un liquido turbio que se eleva en el aire como una ráfaga de realidad. Aún exclaman “¿veo veo, qué ves?” pero no logro adivinar cuál es el el objetivo de su acertijo, y sus miradas son muy vagas desde donde los observo. ¿Es una planta? ¿Serán las espinas de la jabilla que se asoman desde el tronco? O es, quizás, un pequeño pez que se hace mágico entre el agua y la arena que levantan. Los canes (mis canes) ya resignados se limitan a observar la alegría del juego, probablemente comprendiendo todo el asunto, la conmovedora simplicidad de la escena.

Suena el teléfono. Arrebatado de mi tarea de espectador, me apresuro a responder: “Si buenas, aquí Banco León...”. Luego de una acalorada discusión con el representante me es informado que se ha comenzado el proceso para embargar mis propiedades y que puedo, según el tono de voz sofocado y sorprendido del empleado del banco, pasar un buen resto de la tarde.

Al volver a mi espectáculo, encuentro que se ha cambiado de acto. Ya los niños no están y los perros han dejado de observar, ahora sentados bajo la sombra mutilada de un guayabo. Podría ser que la privación de mi elemento haya creado una desarmonía en el sistema, o ego aparte, mi conversación telefónica duró más de lo que creí. Al final sólo se encuentran los zapotes, con sus puntas señalando hacia el lomo dorado de este sol insufrible. Ya no importa lo que el banco pueda confiscar: mis muebles, el TV que nunca enciendo o todos mis libros. Con una precisión infernal y astucia felina, el gran artefacto gris del hombre ya se ha llevado, sin boleto de retorno, mi felicidad.