Pero, en resumida cuenta, nos hemos hecho los revolucionarios. Entes armados con el desarme, en contra de la politica totalitaria del saludo. Para ni hablar de los adioses, inmunizamos nuestras manos, el lenguaje, eso que nos hace. El pavor causado por el adios nos ha separado de una libertad humana, aquel derecho inquebrantable de tocarnos y acercarnos como, sin caer en la absurdidad de la presunción, debe de ser.
Tócame, no temas. Una caricia, si es saludo, se convierte en calor soportable, un terror glorioso. No puedo ponerlo mejor, de verdad. Deseo tu toque como cualquier otra cosa, como todo lo que se desliza dentro del primer saludo y el injusto adios, pero lo que ahora necesito de ti es que me saludes. No efusivamente, no con demasiado descuido. No deseo toda tu atención, pero por un momento deseo respirar el polen del pistilo que me arrulla con su presencia.
No me dejes ir en un adios que jamás dijimos. Saludame de nuevo, y aunque me odies o te desagrade, saludame como alguna vez solías hacer. Trata de dejar una impresión en mí. Una impresión en el hombre que vive para que clames su nombre.
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