El riachuelo estaba frío, como
siempre. Me lavé la cara y las manos para hacer desaparecer la
sangre. El alma roja de Marcela se había desparramado sobre mí,
cuando la abrí como a una piñata de carne. El cuchillo se había
deslizado como un silbido y se probó fidedigno a su propósito, ella
había abierto su boca como una gruta rosada, mostrándome la humedad
del interior. Sus ojos pretendían esconder un sollozo, mientras
intentaba agazapar el aire y mantener la sangre dentro su cuerpo,
sólo para ver el mar de Moisés continuar escapándose a través de
sus dedos como arañas carmesí.
Una vida ha muerto y el riachuelo sigue
frío, igual que siempre, el mismo que en los últimos seis meses. De
alguna forma, el gélido pasar del agua se ha llevado a la mujer de
mis manos, de mi cara; Marcela como cientos de forúnculos oxidados
habitando mi rostro, lavados de mí por la avalancha helada de este
arroyo.
Ocho meses planeando, seis acampando:
21 de Febrero, 29 de Agosto, 11 de Septiembre. Compras varias. Fechas
poco importantes. Al final el único momento que cuenta son los
treinta minutos del acto, el suspiro del acero y la cabeza de Marcela
echada hacia atrás, congelada en una carcajada eterna.
Amé a Marcela y amaré a muchas
mujeres más. Las querré a orillas de otros riachuelos, bosques y
abedules. Pero nunca olvidaré ésta, que me ha dejado solo e
insatisfecho junto al sonido acallador del agua, para nunca volver.
Una muñeca más que frustra deseosa la mente del culpable, un futuro
juguete de la prensa.
Le dije adiós a Marcela, que estaba
fría, como siempre.
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