Al cumplir los 20 años de soltería
mis padres decidieron
presentarme al fin
a mi alma gemela, media
naranja,
my sweet little pumpkin,
de una lista de amigos con
hijas
que de seguro sacaron de
algún
canto censurado de la
Divina Comedia.
Al principio me creí como
un rey
en espera de su
emperadora,
hasta que comenzó el
verdadero horror.
Me presentaron la primera
y creí
que se parecía a Minny
Mouse
con cara de autista.
Respondí que sí, que me
gustaba
a ver si por fin me
dejaban en paz.
No lo hicieron. Muchas
volvieron.
Todas más feas que la
anterior,
y era un circulo patético,
una espiral de sapos,
virgenes
y la obscenidad. Me hice
el loco.
Le dije que era homosexual
a una gorda.
Se lo tomó a mal y vio a
través de la excusa.
No me volvió a llamar y
aún le debo un filete,
aunque nunca sabré a que
carne se refería.
También aparecieron
negras sin dentaduras,
jabá con dientes como
Tomahawks,
madres solteras con niños
horrendos,
pequeños seres violetas
en rebelión.
Pensé que nunca
terminarían, así que confesé.
Me mostré reticente pero
admití mi sexualidad.
Mi padre lloró, mi madre
me abrazó y gritó
y yo no entendía el dolor
de mi mentira.
Lo único que deseaba era
que me dejaran quieto,
que pararan ya de
presentarme mujeres feas.
Pero ya el engaño era
grande y me perdí
lento y seguro en sus
fauces.
Ahora soy pájaro. Voy al
Chá y no me levantan.
Me disfrazo para la
próxima fiesta,
me pinto las uñas y me
perforo la boca.
Soy una calumnia, un
lagarto naranja
que tose una neumonía
blasfema.
Hay uno disfrazado de
Mickey Mouse,
me recuerda al infierno y
a mis padres.
¿Qué estarán haciendo mis padres que ahora se odian?
Dos cines abandonados sin
espectadores en el campo
viviendo con el recuerdo
de un hijo, la verdadera razón
por la que ya no comen
rabo ni salchichas
y evitan los colores
brillantes como al ébola.
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