Tuesday, June 2, 2009

La vida irreal: salud pública

Allí, tendido en la cama, con los tubos de neón saliéndome del antebrazo, por fin pensaba en la muerte. Jamás le había dado cabeza al asunto, despreocupado de todo e interesado en nada, había vivido de teta en teta, de bembe en bembe. Pero la situación no deja de ser irónica, y pensando en las líneas del Nacho, me di cuenta que jamás había sido el ser hipotético de nadie, sino mas bien unas chanclas olvidadas.

Con una joroba en el cerebro y unos veinte y tantos años de mierda vividos entre la inmundicia, drogas, depresión y la falta de amor, un roedor maldito e ignorante de mi situacion, me muerde la entrepierna causándome la más horrible gangrena. Tantas pesadillas, y al final mi asesino es una puta rata.

En la cama del hospital, entre la furia monocromática de sus paredes y el olor estéril que anidaba en mi nariz, mis pensamientos no eran más que moscas. Jodiendo en mi cabeza y rasgando las paredes de la frente, se apoderan de mi único tiempo, de los recuerdos de su boca. Porque vamos, si lo pensamos bien yo quise mas sus labios que la persona.

A veces tendido e incapaz de moverme, los escalofríos me frotan la piel, como una cachetada desconsolante. Y es ahí, en ese preciso momento, cuando puedo ver las plantas en mi propio metro cuadrado respirar y exhalar monotonía, que comienzo a pensar en ella. A imaginarme que estará haciendo, como cuando me metí en la cabeza la idea que cada vez que miraba en el espejo, ella podía verme en sueños. Cuantas muecas y conversaciones tuve conmigo mismo, delante del reflejo. La obsesión de un moribundo es la más mortal nostalgia.

Me pregunto, vendrá alguna vez a visitarme? Deseo que si y que no, que se pierda para siempre y al final me encuentre postrado e indefenso, como siempre me ha visto; sin hombría, y con las piernas abiertas. Pero estamos demasiado lejos, no solamente en la anomalía espiritual, sino también divididos por kilómetros de agua, personas y focas. Su banalidad no la dejaría tomar un avión si supiera cuan miserable estoy, más que en aquellos días de hojas y libros. Creo que tendría miedo de que la hiriera de nuevo.

Mi pecho se parte a la mitad cada vez que la puerta de mi habitación se abre, deseando que de repente, en vez de la enfermera adicta a la rutina, aparezca ella con su ropa informal y sin sonrisa en el rostro. Pero no importa nada ya, mi masculinidad ha muerto primero que yo, no la podría querer como antes.

Los pasos se acercan, la enfermera revisa mis genitales y apunta algo desinteresadamente en sus notas. Me mira y me guiña el ojo. Quiero que me castren.

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