Friday, November 6, 2009

69 dolares! Diablo.


Parece un Tango silbado, un gruñir de estomago. Es la forma en que la mesa esta arreglada, como las personas desnudas a su alrededor tratan de comer en platos vacios, disfrutando de la nada, masticando el aire con una gula insana.

La luz apuñala las ventanas, y los grotescos invitados me invitan a comer. Hacen ademanes con sus brazos, en grandes arcadas, mostrándome los manjares inexistentes que según sus locuras debo de disfrutar. Pero que diablo’ e’? Yo no veo nada, pero las palabras no salen de mi boca. Para colmo me son devueltas con más sonrisas desdentadas, bocas agudas y tristemente vengativas.

Aterrizo en la silla más próxima, a la izquierda de una señora obesa y mayor, que con su piel hecha rollos me provoca un asco indescriptible. No sé si es el negro debajo de sus senos, la jodía cota que la viste, pero hasta cierto punto no parece que esté desnuda. A mi derecha un hombre en sus cuarenta me mira con una sonrisa condescendiente, con un porte de político sano, de vamos a votar por mi pollo y cerdo en un helicóptero. Sus manos están privas de pulgares, por lo que brande sus cubiertos como dagas, como Alberto en mis clases de primaria donde la monjita de menopausia eterna, que no ha visto un buen güevo desde el Woodstock, le pega hasta que escriba de forma correcta el nombre de alguna fruta. Me parece tierno e incomprensible el sentimiento que me da su mirada, probablemente se deba a que la nostalgia me enferma de formas que aun no comprendo.

Todos alrededor parecen desinteresados de mí aparte de mis dos vecinos adyacentes; los demás están demasiado preocupados en sus conversaciones mudas, constituidas de silbidos lúgubres que se escapan de sus bocas podridas, rechinando entre esos dientes marrones que hacen de esta habitación blanca un contraste imposible de habitar.

Me apresuro a empuñar el tenedor, movido por esa terrible necesidad humana de encajar. Levanto la cabeza nuevamente para observar por última vez los participes de este festín tan inusual, como de insomnio enfermo, cuando mi mirada choca con la de una mujer. Es, a primera vista, la más joven de todos los presentes. Hasta ahora han de ser nueve o diez, pero no me he atrevido a contarlos gracias a mi irreverente miedo por lo feo, pero esta jeva es todo un alivio visual. No es un cromo que digamos, pero aquí en esta habitación poco confortable, es una especie de Narcisa o amor del 1945 para Jeff Mangum.

Con el destello de su mirada aun tatuado en mi rostro, dejo mi asiento a un lado para acercarme más a ella. Sorprendentemente ella reacciona de la misma manera, como si estuviera delante de un extraño espejo de feria homosexual, el regalo favorito para las esposas, feministas y el mariconazo de mi vecino Juan, que me saluda con su erección matutina “babai papi”. En fin, mi gemelo mimo… con tetas.

Con el andar pesado que me caracterizaba mucho antes de llegar aquí, me acerco a ella. Tiene una figura cuadrada, muy suramericana, la cual me resulta sumamente agradable. Le pregunto su nombre en mi nuevo idioma de silencios, pero no recibo respuesta alguna más allá de su sonrisa de verdes y marrones muertos que no puedo reconocer.

Me siento ofendido. Acaso aquí entre tanta gente FEA con cojones aun no soy un buen partido? Pestañeo par de veces para evitar que mi orgullo herido agüe mis ojos, pero al abrirlos me encuentro con una escena que debería de resultar escalofriante para el pendejo común. Mi Narcisa, con la boca completamente abierta y su quijada dislocada, me apunta con una lengua bífida, de serpiente. Extrañamente, aquel espectáculo me enternece, dándome unas ganas de perderme en lo hediondo de su boca, en la espeluznante mortalidad de sus labios. Y eso hice; oh, vaya que sí. Nos encajamos en un beso inmortal, que más que un contrato de atracción, era ella tratando de engullirme; no más que amor a su estado puro.

Los invitados se pararon al unísono, con tenedores y cuchillos en mano, todos con sus miradas - ahora serias, con la felicidad que poseían escurriendo en cada paso – clavándose en mí. Yo, aun entretenido en la danza contorsionista que compartía con mi partenaire, no me percate de su presencia hasta que sentí el clamor de la carne y el acero retorcerse en mis espaldas.

El rosa se convirtió en agua, los silbidos en risas, el amor en Tarantino. Y las serpientes alrededor de mi cuello, como perlas de establo, como perlas…

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Me encontraba en el cementerio, pala en mano y tierra sobre botas. A mi lado, Henry, mi compañero de trabajo, cavaba taciturno una nueva tumba. Nos la habían pedido temprano, al parecer un nuevo inquilino en una cama one way trip ultimo modelo estaba destinado a descansar aquí mañana.

- Oye que lo que, cuando me muera quiero que me quemen, porque esta vaina de dormi’ enterrao como que no baja. Esa NO es la onda. – Estaba cansado, desvariando sobre la vida.

- No somos más que cenizas, piel y huesos. - Cantaba Henry en un extraño tono de voz, convirtiéndome en un monologo.

- Si, porque fíjate… mira dique Carmencita Calorio, muerta en el 2007. Tú crees que en estos últimos dos años alguien la habrá visitado? Le habrá importado a sus familiares su muerte? De ser así, cuánto tiempo tardaron en superarla? No hay placer en acotase por toda la eternidad, siendo el sueño una maldición tan jodidamente necesaria: una autentica imposibilidad práctica. - Mis preguntas no parecían infatuar a Henry, que continuaba cavando de manera uniforme.

- No ssomos más que cenizzas, piel y huessssos. – Henry y su mantra continuaban.

- Carmencita, Julian, Omega… todos al final terminamo muerto, pero lo único que no nos pueden quitar en vida, son las ganas de querer controlar nuestro final. Al menos esos deseos deberían de ser respetados, porque la vida aun no ha llegado a un nivel de relajo lo suficientemente grande como para que estén curándose con la memoria de uno. - El pináculo de la iluminación mundana, me dicen.

- No sssomoss mas que CENIZZAS PIEL HUESS – La voz de Henry se convirtió en un silbido; un autentico siseo insoportable. Su cara se alargó y su boca abierta revelaba una lengua bífida, que vibraba violenta y elegante a través de la humedad del lodo que impregnaba el aire.

Me resistí a la idea de besar nuevamente a mi partenaire, la que regresa de libro en libro, de Yorick en Yorick. Su sexualidad, los collares de perlas y la carne, me resultan insípidos debajo de este cielo tan negro. Aun así respiro y pienso, lo que considero una hazaña mítica para alguien que ha estado cavando su tumba toda la eternidad.

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