Friday, April 1, 2011

¿Mwen wè mwen wè, n' a wè?


Veo veo una planta de zapote, cargada de frutos como si fuera a mudarse; está siendo golpeada por una ridícula nieve de cenizas que crepita en el aire, en este ardiente e implacable sol caribeño. Más abajo, uno, dos, tres niños se bañan en un riachuelo, mojados hasta la cintura por un agua insalubre. “¿Veo veo, qué ves?” gritan los críos jugando el mismo juego que yo, aunque eso no tengo manera de saberlo ya que exclaman en un creole negrísimo, pero me parece que eso juegan, que juegan lo mismo que yo, se siente la observación en sus voces. Uno, dos, tres perros le ladran (mis perros) como reprochandoles, advirtiéndoles algo que no logro descifrar, un poquito secos y angustiados, pero sus colas se mueven por la excitación del juego, se les nota el gozo animal. Los chamacos chapotean entre el agua verde, un liquido turbio que se eleva en el aire como una ráfaga de realidad. Aún exclaman “¿veo veo, qué ves?” pero no logro adivinar cuál es el el objetivo de su acertijo, y sus miradas son muy vagas desde donde los observo. ¿Es una planta? ¿Serán las espinas de la jabilla que se asoman desde el tronco? O es, quizás, un pequeño pez que se hace mágico entre el agua y la arena que levantan. Los canes (mis canes) ya resignados se limitan a observar la alegría del juego, probablemente comprendiendo todo el asunto, la conmovedora simplicidad de la escena.

Suena el teléfono. Arrebatado de mi tarea de espectador, me apresuro a responder: “Si buenas, aquí Banco León...”. Luego de una acalorada discusión con el representante me es informado que se ha comenzado el proceso para embargar mis propiedades y que puedo, según el tono de voz sofocado y sorprendido del empleado del banco, pasar un buen resto de la tarde.

Al volver a mi espectáculo, encuentro que se ha cambiado de acto. Ya los niños no están y los perros han dejado de observar, ahora sentados bajo la sombra mutilada de un guayabo. Podría ser que la privación de mi elemento haya creado una desarmonía en el sistema, o ego aparte, mi conversación telefónica duró más de lo que creí. Al final sólo se encuentran los zapotes, con sus puntas señalando hacia el lomo dorado de este sol insufrible. Ya no importa lo que el banco pueda confiscar: mis muebles, el TV que nunca enciendo o todos mis libros. Con una precisión infernal y astucia felina, el gran artefacto gris del hombre ya se ha llevado, sin boleto de retorno, mi felicidad.

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