Sunday, April 3, 2011

Teorema de la mancha


Y en la más absoluta verdad, te digo que no te puedo agradecer más.


El 23 de febrero, posterior a unas acaloradas elecciones congresionales, las finales de un Reality Idol en China y justo después que mi hermano por fin se aprendiera su primer poema, Dios, el buen Dios, decidió convertir a todas las personas del mundo en manchas. Nadie sabe por que, pero hemos de recordar que los caminos del señor son misteriosos y muchas veces hasta kubrickianos. Todos y cada uno de los habitantes del planeta tierra, auténticos sacos de carne y recuerdos, fueron transformados en sus equivalente en manchas por aquella metamorfosis divina. Yo solamente puedo contarles los cómo y cuándos, los dónde hechos irrelevantes por nuestra nueva naturaleza diseminante y pues por qué... vaya usted a saber. Quizás las manchas son más fáciles de limpiar con un chín de Fabuloso, a diferencia que con tsunamis, terremotos y el ocasional tornado. Pensemos en un corte de presupuesto gnóstico.

Los primeros en darse cuenta, dicen las manchas de tinta de calamar que alguna vez representaron los periodistas, fueron los vagabundos. Los duques y reinas del asfalto se encontraron repentinamente derramados en las aceras, verdes, azules, rojos, amarillentos y estupefactos. Nadie escuchó sus gritos y lamentos de auxilio, justo como nadie lo había hecho antes. En su desdicha (a diferencia de otras clases sociales que luego también se verían en la misma penosa situación) algo acalló sobre ellos: la necesidad de dinero para resolver su predicamento. Verán, la mente del vagabundo es un artefacto maravilloso. Su psique ha logrado a través de las dificultades de la vida urbana y errante, descomponer y simplificar sus problemas con una sola resolución: menudo. Así que luego de su infortunio intentaron extender las manos a los peatones despreocupados, sólo para darse cuenta que no poseían ninguna clase de extremidades. Sus brazos esqueléticos habían sido transmutados en vistosas formas liquidas, constringidas al suelo por la omnipresente fuerza de gravedad. A pesar de sus dificultades poco había cambiado; aún encolados a la calle, ignorados y hambrientos, se resignaron a continuar su nueva vida, la única vida.

Los siguientes en derretirse fueron los bienamados políticos. En sus asientos del congreso, mientras unos celebraban su reelección insultando a sus contrincantes y estos últimos devolviendoles gestos obscenos a los ganadores, todos y cada uno se vertieron al suelo como cascadas. Asustados, recurrieron a las votaciones, pero estos no alcanzaban los botones ni podían lanzar sus manos arriba, al menos no como lo habían hecho durante tantos años, si no más bien esparciéndose en el aire, haciendo llover sus cuerpos en el gran salón. Entonces el pánico se desató. Los teléfonos sonaron, las lineas se saturaron, y el caos pasó a formar parte integral del sistema político. Las personas al ver como su lideres le tornaron las espaldas (a falta de mejor palabra para describir su flamante anatomía) no sabían que hacer. Dada su nueva forma liquida, ahora se encontraban arrastrándose, haciendo de la histeria colectiva una mucho más torrencial. Las calles se convirtieron en ríos de colores, todas ahora infestadas de veloces manchas aterradas.

Yo (y aquí voy, metiéndome en medio de un relato sobre una catástrofe mundial) ante todo el desorden podía sólo pensar en las individualidades de las personas comunes. Sus propias hecatombes, por así decirlo, aquellos desastres que se filtraban escandalosos en sus vidas de ciudadano promedio. ¿Cómo viviría aquél reo ahora? No habría barrote que lo contuviera, así que ¿cómo podría enfrentar una libertad tan repentina? Y el fabricante de puertas, el cerrajero, los entrenadores de baloncesto, los barberos y los fisiculturistas ¿qué harían ahora? Presos indefinidamente en un nuevo mundo, hostigados por la novedad de este sistema licuefactible el cual convertía sus habilidades en irrelevancias absurdas. ¿Qué harían ahora, victimas del baladí?

“Con las profesiones físicas ahora obsoletas, este es el nuevo amanecer para una nación unida en pro de la ciencia y la intelectualidad” decían algunos científicos locos, salpicaduras blancas como leche. “Este es el castigo de Dios”, “esta es la gracia de Dios”, “¿Es esto de Dios?”, el mismo argumento se repetía por todo el mundo, y los ministros como manchurrones amarillos y verdes encharcados dentro de sus zapatos alegramente marrones atacaban a los científicos, y los hombres de ciencia denigraban la fe con supuestas pruebas, y los políticos ganadores de las elecciones post-mancha riéndose de los perdedores y estos últimos más enojados que nunca al no quedarle ningún insulto corporal en su repertorio. Todo pasaba más o menos igual que antes y el mundo abrazaba su extraña realidad. Mientras el planeta continuaba girando, no se nos cruzó ni por un momento la posibilidad de que también la Tierra siempre ha sido una mancha y que nuestra condición no era más que la normalidad de la replica, la madre sometiendo la cría a una naturaleza paralela. Muchas teorías nunca fueron ponderadas gracias al siempre presente escándalo. Se descartó por completo la filosofía.

Pero la única diferencia era todo. El sexo no era el mismo. Nuestro amor se vio limitado a la reflexión, las caricias al fruncir callado de nuestras formas. Se nos fueron arrebatados los placeres de la gastronomía, de una caminata, el de sentir nuestras extremidades bailoteando en el aire, saltar y demás estupideces jamás consideradas extraordinarias por haber sido características hominidas, algo que fuimos toda nuestra existencia. Al darme cuenta de esto, una gran y horrible tristeza me invadió. Mi amor al hombre, ahora calcificado por el abandono de su condición, había perdido el sentido. Decidí que era efectivamente más sencillo dejarme ir y sufrir el fin deshonorable de la mancha.

Avancé en mi estupor suicida hacia el parque más cercano, donde pequeñas existencias chafarrinadas se columpiaban naranjas y alegres en los juegos. Toda la zona poblada del parque estaba situada estrategicamente en áreas con mucha sombra, ya que, de manera inmediata y lógica, todos se habían dado cuenta que el sol es el principal enemigo de los líquidos poco profundos. Al llegar a la plazoleta aislada, asediado por las miradas de cuerpo completo de los presentes, continué avanzando hasta sentir la luz blanquecina del sol deslizarse sobre mí forma ovalada, regada sobre el ardiente asfalto. Tras mí mismo, la evaporación se hacía maás real, y tal como un sueño, me logré en el aire, cada vez más alto, más ajeno a todo. La humanidad perdida, la necesidad de extremidades, la tristeza y el peso del cambio no se elevaron junto conmigo. Todos debajo de mí se arramblaban asustados, gritando con horror imposible ante mi gradual desaparición. ¿Y cómo explicarles ahora sin habla, mi gozo, la liberación?

Ya completamente desvanecido, dejándome llevar por el viento como alguna hoja revolucionaria, finalmente la claridad me invadía. No bastó la Santa Inquisición, las cruzadas, Franz Ferdinand, Hiroshima y el Apartheid para por fin hacerme entender. No fue suficiente el canto del borracho, el grito del recién nacido o el primer revolver para iluminar mi alma. Sólo la decisión burlesca de un dios, del buen Dios, me hizo por fin razonar e introdujo dentro de la tela de mi propia existencia el secreto del ser humano. Pero ahora, dios, mi querido Dios, en una inexplicable torcedura de eventos, en un desenlace que no creo que ni siquiera tú podías haber predecido, también soy ajeno a ti.

Y allí, hecho aire y viento, agua y cielo: finalmente comprendí.

0 comments: