Monday, November 7, 2011

Un día, en el consultorio




Estaba este niño sentado en una de esas bancas azules tan irreversiblemente feas - las cuales he denunciado anónimamente en repetidas ocasiones - moviendo sus diminutos pies Adidas. Me miró fijamente por unos minutos, mientras yo intentaba ojear un PDF fotocopiado de Herman Hesse y luchaba contra el mono. Una mujer pandeante entre los treinta años, que supuse su madre, se paró del asiento, le hizo una seña extraña al niño y se dirigió hacia el baño. El chico no habrá tenido más de seis años: rechoncho, de dientes torcidos y con una cicatriz vieja en la frente, probablemente causada por un golpe de juego; vestía una camiseta amarilla que a nadie sin ningún trastorno ocular hubiera podido agradar y llevaba puesto un reloj que chillaba, sin falta, cada diez minutos. Tenía delante de mí a la pesadilla perfecta.

“¿Cómo tú te llamas?” me preguntó el niño, con voz de comparón.

“Michele”

“¿Cómo se escribe eso?’

“¿Sabes leer y escribir?”

“¿Cómo se escribe eso?” preguntó nuevamente el crío, frunciendo el ceño en esa manera en que sólo un niño de seis años puede encapotarse; con esa cara merecedora de cuatro nudillos en la boca.

“Mi-chele. Cómo si un chele fuera mío. Mi-chele”

“¿Por qué tienes nombre de mujer?”

La pregunta no fue necesariamente nueva, la he atetado antes como a un orangután huerfano, sé que es un pequeño precio social de pagar debido a la transposición regional y transcultural de mi nombre arcangélico. Pero la verdad es que no la esperaba de éste niño, no lo vi en sus facciones: el carajo logró confundirme, hasta cierto punto sorprenderme.

“Y tú, ¿cómo te llamas?” pregunté inseguro, en busca de material para devolverle la burla. El niño sonrió, mostrándome sus minúsculos dientes encorvados, sus dentículos de mamador de dedo, solitarios y vagos masticadores de leche que muy pronto perdería. “Juan”, me dijo. En ese preciso instante la puerta del consultorio se abrió y de ella salió la voz de la enfermera llamando mi nombre:

“MICHELE BRIVIO”

Juan dejó escapar una risilla sofocada al escuchar la enfermera. Evité su mirada y me incorporé enseguida, dirigiéndome hacia la habitación treinta y tres, donde me esperaría la orden temporal de alejamiento de mi mono, cortesía especial de la Doctora Ramirez y la medicina occidental. Todo el camino hacia la puerta sentí sus ojos inocentes de criticón sabelotodo roer la tela de mi camiseta, haciéndose paso hasta llegar a la piel, escociéndome con su sarpullido ígneo.  

No hay receta medica para la vergüenza, Juan. Pero cuento los días, porque me recuerdas mucho a mí. Cuento los días para que llegue aquel momento en donde también pierdas la cordura ante el asedio de la pequeña carne y sus irreverentes inquisiciones. Cuento los días en que tú también anheles quitarte a un mono de encima para poder por fin hablar con la mujer que amas, para poder leer un libro sin pensar que las páginas duelen. Sé que será así Juan, si no ¿por qué habrías tú de haber estado allí?


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