Saturday, February 11, 2012

La pupa del crimen siempre acaba volando




La sombra de la mosca se desliza sobre el papel, hace llegada la mosca sobre el papel, una verruga alada sobre el blanco; la mosca que se frota las manos con un aleteo satisfecho, la mosca sobre el papel y una sombra sobre la mosca, una mano que falla, un manoteo medio dormido y totalmente inacertado, un gesto violento que golpea el papel sin mosca; sin aquella migaja oscura que ahora espiralea ascendiente hacia el escape.

Carlos escondido en un garaje, los planes que han salido mal: Juan muerto, una penumbra impresa en la memoria, su cabeza estallando en una neblina roja y blanca; Dulce Tito, preso del miedo, también asesinado por las resolutas balas de la ley.

Carlos con el botín, Carlos escapando del banco, huido en el mazapán amargo de las calles, Carlos con la llave del garaje entrando, acostándose jadeante, luchando contra el sueño con la desesperación iridiscente de lo mal hecho; Carlos vencido y exhausto por las cosas que hacen exhaustos a los hombres, Carlos despierto manoteando una mosca.

El zumbido. Una ola psicótica traza números curvos en el aire. El insecto se deposita sobre la hendidura romboide en el pecho de Carlos, en una humedad roja y florecida; camina hacia dentro de la llaga donde penetró el disparo, la bala del estupor que escarbó el hueso despedida por un cañón cromado, de una mano segura que se refleja en los ojos de Carlos, otra penumbra impresa en la memoria; Juan, Dulce Tito y el regreso de la mano segura, la detonación: la empalagosa sorpresa de la muerte. Carlos recuerda y arrepiente, jamás debió poner en marcha aquél plan, verse reducido dentro de los engranajes de la traición, pero entonces es la mano y el gatillo, la llaga y el aliento, Juan y Tito en la puerta, o quien sea que desee en botín; miedo, sueño, la mosca sobre un Carlos pálido, la mosca sobre el papel.

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