Sunday, February 5, 2012

Crimen vecinal




Tan tan tan, bagatán tán tán, bagatatata tatatatán. El poliritmo del martilleo de la construcción vecinal, una percusión que antagoniza el sueño y lo vence con seguridad barbárica. César se despertó en Galia con más o menos éste estrépito cacofónico, y de sus dedos desprendió legiones de soldados y águilas de oro. Yo, en cambio, tengo dos perros, dos semanas sin fumar y una resaca. Resaca espiritual y alfabética. De la S a la Z no hay mucha diferencia.

Tan tan tan, bagatán tán tán, bagatatata tatatatán. Seis diligentes trabajadores dominicanos construyen una casa aquí al lado. El hierro penetra la madera en sordas embestidas. Analmente. Empujao. Hierro culeado por hierro.

Tan tan tan, bagatán tán tán, bagatatata tatatatán. Detrás del vidrio se pueden ver su siluetas: enormes contornos gradientes con alas de sudor desplegadas, simples ángeles proletarios del bloc que han olvidado las trompetas. Después de dos milenios de ausencia vuelve el hijo de Dios al son del martillo y el despertar.

Tan tan tan, bagatán tán tán, bau bau ba-ba-bau bagatatata tatatatán. Al abrir las ventanas puedo ver un pequeño perrito, un cachorro de Pitbull blanco y negro, pequeño ser, hijo de la neotenia. ¿Pero qué va a saber un hombre acabado de levantar sobre heterocronía? Alguien que no se ha despabilado ni quitado la lagaña de la esquina de los ojos: ¿se va a poner a filosofar sobre el morfo del ser vivo y el cariño aplicado?. Lagaña. El rincón del ojo siempre ha parecido un clítoris. Una pequeña glándula que se trata con suavidad. Se limpia. Se acaricia.

El cachorro ladra y pide atención, está muy alto sobre el plato de la casa en construcción. Aúlla hacia las profundidades que se extienden al otro lado del patio, todo aquello que escapa a mi aura de observador.

Tan tan tan, bagatán tán tán, bau bau ba-ba-bau bagatatata tatatatán. Suavemente, como un grito en el mar, comienza a llegar un aroma agradable. Un olor floral que se despliega en el aire, formando probables figuras geométricas que escapan al ojo humano. Es una fragancia nostálgica. Nostalgia. Volver a casa. Inflamación. Todo muy homérico e irónico. El olfato me lleva al pasado: azul, tallo, raíces bulbosas. Lavanda. El aroma es a flor de lavanda, y cada vez llega más fuerte, poco a poco pone más nervioso al pequeño animal. El perrito, no yo. Aunque es merecido, sí: empequeñece espiritual y racionalmente la observación inútil, es propia de un animal ufano y disminuido.

Tan tan tan, bagatán tán tán, bau bau ba-ba-bau. Se oyen unos pasos subir por la escalera trasera. Unos pasos secos y arenosos que arrastran suciedad e inflan el aire de polvo; pisadas cargando aquel olor a flores de lavanda, aroma azul como la planta misma. Ya se ven subir tres hombres cargando unos sacos: los cargan en la espalda y a dos manos, para probablemente soportar su gran peso. Los morenos parecen lamiáceos como la misma lavanda, pequeños y flacos hombrecillos cansados, cargando aquellos sacos abultados de olor fuertísimo; sacos oscuros y húmedos que chorrean a pequeñas gotas un liquido parduzco e inendificable.

Ba-ba-ba-bau bau bau bau bau tantán. El perro no se calla y ha de ser el olor. Es un perfume agradable pero de una fortaleza inimaginable, una entidad invisible que se materializa en la boca pronta para ser masticada. Es probable que sea muy fuerte para el pequeño animal. El perrito. Pequeño Pitbull blanco y negro, de orejas mutiladas.

Detrás de los trabajadores le sigue el capataz con las manos vacías, evocando en los ángeles la prisa, con el maleficio de su voz ronca. A este punto el olor es casi insoportable, nauseabundo. Los hombres descargan los sacos en la parte trasera de una vieja camioneta. Todos se reúnen. Cuchichean en voz baja, miran alrededor. Actitud sospechosa, pero más que nada es simple actitud.

Bau bau bau pan pan pan. Se ha detenido el trabajo. Los hombres dejan de discutir, se dispersan. Unos suben a la camioneta, otros se montan en motores destartalados y pasolas parapléjicas. El hombre gordo de aspecto de maestro constructor vuelve por el perro. El animal se encoje y llora. Orina. Miedo. Un olor acre apuñalando la lavanda. El hombre levanta la vista hacia la ventana, desde donde observo. Por un instante ambos sentimos aquella taquicardia espontánea de las personas encontradas. Una boqueada repentina en el pecho. Con las miradas enredadas, el maestro constructor ríe. Es una sonrisa aguda, dos erecciones en las esquinas de la boca; como si un diablillo invisible hubiera halado de las comisuras de aquellos labios hasta deshilachar una expresión terrorífica y de pérfida vulgaridad.

El hombre carga el perro entre sus brazos como a un niño obsceno. El cachorro se retuerce aterrorizado. Ambos se montan en el asiento delantero de la camioneta y se marchan, jamás mirando hacia atrás. A su paso van lanzando una humareda beige, gris y de diminutas esquirlas de gravilla. Detrás de ellos han dejado la soledad de lo que ha pasado, una posterioridad de lo no comprendido.

Ya no hay más sonido, sólo queda la cáscara de un evento. Aparte de la cama, la estupefacción y la carcajada de la mañana, estoy solo con el olor de un crimen racional. Lavanda. Ladridos. Láudano del espíritu. Es hora de regresar a dormir, César.

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