Thursday, December 10, 2009

Hadas de pueblo

“La sociedad no me necesita, y yo no ansío nada de ella. Aún así, quiero quedarme aquí entre los hombres, en el veneno colectivo. Esto es romance, no podría explicarlo de otra forma”
Charles Markansvansky

Cuando era niño tenía una tía que solía poner las manzanas en un caldero lleno de sangre, encendía el fuego y bailaba alrededor de este toda la tarde. No era un té, lo sabía, ya que sus miradas severas cuando me encontraba en las cercanías de aquel ritual incomprensible me mantenían al tanto de la distancia que debía procurar. Luego, al sacar los frutos relucientes de aquel caldo hediondo, se los ofrecía a doncellas del camino, supuestamente por encargo, decía mi madre. Un viernes vi a una bella mujer caer: jamás había presenciado una caída tan elegante y grotesca. El sábado, cazadores lloraban.

Durante los veranos visitábamos a mi abuelo, que vivía feliz debajo de un puentecillo en el bosque Milamares, el cual está cuidadosamente posicionado a 3.32 millas del bosque Milodiares. Cada vez que íbamos, mi madre me rogaba que llevara a un amigo para que mi abuelo le diera las bendiciones, mientras seguía y seguía hablándome de la mística que solo los hombres mayores poseen. El caso curioso es que mis amigos quedaban tan felices con mi abuelo, que jamás se iban de aquel agujero debajo del puente del bosque Milamares, cuidadosamente posicionado a 3.32 millas de la arboleda Milodiares. Al regresar al pueblo, los otros niños me evitaban, cortándome los ojos con pequeñas miradas imposibles. No sabría decirles porque, pero no hace falta decir que no tuve muchos amigos en aquel entonces. Solo muchos años después, cuando aprendí a leer mapas de la forma correcta, me di cuenta de haber estado confundiendo los lugares y que mi abuelo no vivía donde siempre había creído.

Ya en la flor de mi juventud, en el júbilo de la pubertad, comenzamos a vivir en un pueblo de granjeros amigables. Allí teníamos de vecino a un hombre muy peculiar, con un temperamento corto y tintineante. Solía usar sombreros extraños y un peinado demasiado femenino que rayaba en lo ridículo. Yo y mis hermanos nos pasábamos los días molestándolo, arrojándole tomates y vociferándole palabrotas en idiomas que no comprendía. “Es nuestra obligación”, decía mi madre en toda esa sabiduría incuestionable que solo las madres con sus hijos tienen (cosa que tiempo después, descubrí no es tan cierta). Una mañana de Diciembre dos hombres muy elegantes pasaron por el pueblo, a entregarle un premio al señor. Al día siguiente abordó un tren, posiblemente hacia un parque de diversiones, o a un fabuloso picnic colectivo.

Mi mamá lloraba, y yo sin entender porque tanta tristeza hacia lo que evidentemente era un regalo magnifico. Huir del pueblo y las vacas, vistiendo sombreros extraños y peinados extravagantes: tal era mi deseo de escapar de la gente. Aún pienso en él, en que mis metas no han cambiado en todos estos años: perseguir el tren que solamente lleva a un lugar mejor que este.

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